La
narración de Cosgrove y Whitaker (“Psychiatry Under
the Influence: Institutional Corruption, Social Injury, and Prescriptions for
Reforms”) de cómo la corrupción institucional de la
psiquiatría ha dañado a los pacientes y a la profesión, es especialmente
brillante cuando describen la colaboración necesaria de investigadores,
editores y líderes profesionales en la promoción de los nuevos medicamentos
psicoactivos. Una combinación fantástica de lectura crítica, estudio
sociológico y periodismo de investigación
La
sociedad en su conjunto espera de los profesionales e investigadores que
diseñen ensayos clínicos informativos; los desarrollen de manera cabal;
comuniquen sus resultados de forma veraz en las revistas científicas y
trasmitan equilibradamente a la sociedad el papel que un nuevo fármaco puede
tener para tratar los síntomas psicológicos.
Sin
embargo, Cosgrove y Whitaker ponen en evidencia unos mecanismos corporativos de
funcionamiento y unas actuaciones individuales que causan vergüenza y son un
insulto para todos los buenos profesionales sanitarios que trabajan con los
enfermos mentales.
Los
autores comienzan analizando el caso del alprazolam, Trankimazin en España
(Xanax en EE.UU), un ansiolítico “me too” introducido en 1981 por Upjohn, en un
mercado, el de las benzodiacepinas, en franco retroceso debido a la
sensibilización social con los efectos secundarios y la capacidad adictiva de
los fármacos precedentes, como el Valium.
Para
la empresa, el nuevo diagnóstico de trastorno de pánico que aparecía en el
recientemente publicado DSM-III, constituía una oportunidad para expandir el
mercado potencial del nuevo medicamento.
La
estrategia era clara: (1) demostrar la utilidad específica del fármaco para los
pacientes diagnosticados de trastorno de pánico, (2) su mayor eficacia y
seguridad para tratar los síntomas de ansiedad y (3) contar con la APA para
realizar campañas de información que alertaran de la elevada prevalencia de la
enfermedad y la necesidad de diagnosticarla y tratarla cuanto antes (un esquema
que se repetirá con frecuencia).
Para
la APA este interés de Upjohn también podía resultar muy beneficioso ya que
unos datos positivos demostrarían que el nuevo diagnóstico descrito en el
DSM-III era una entidad real.
Para
la primera parte de la estrategia Upjohn fichó a Gerald Klerman,
un antiguo director del prestigioso National Institute of Mental Health, como
coordinador de los ensayos clínicos que se iban a desarrollar para demostrar la
utilidad del alprazolan en el trastorno de pánico.
Tras
el diseño de los ensayos clínicos por parte de Klerman y un grupo de
prestigiosos académicos, se puso en marcha el estudio multicéntrico
“Cross-National Collaborative Panic Study” que comparaba alprazolam con placebo
y que constaba de dos partes.
En
la primera se evaluaba la eficacia del medicamento a las 8 semanas de
tratamiento. En la segunda, se estudiaba la retirada del fármaco, tras una
reducción paulatina de la dosis en 4 semanas y un seguimiento posterior de 2
semanas más sin tratamiento.
Naturalmente
los investigadores esperaban que el alprazolan fuera mejor que el placebo tras
las primeras 8 semanas y que los pacientes siguieran estando mejor que el grupo
placebo tras la retirada del fármaco.
Efectivamente
el alprazolam mostró una rápida reducción de los síntomas en la primera semana
y, al final de las 4 semanas mostraba una significativa mayor eficacia que el
placebo para reducir el número de ataques de pánico. Sin embargo, y esto fue
sorprendente, al final de las 8 semanas de tratamiento no existían diferencias
significativas entre los dos grupos.
Esta
falta de eficacia clínica al finalizar el tratamiento de 8 semanas se
acompañaba de los previsibles efectos secundarios de un medicamento
psicoactivo: sedación (en más del 50% de los pacientes), fatiga, dificultad
para hablar, amnesia y dificultades para la coordinación motora.
Pero
esto no era lo peor. Durante la fase de retirada del medicamento, los pacientes
tratados con alprazolan empeoraron de manera dramática mientras que los
pacientes del grupo placebo seguían mejorando. El 39% de los pacientes no
toleraron la retirada, por desarrollar síntomas de abstinencia y hubo que
reiniciar la medicación. En el 35% de los pacientes hubo un rebrote de los
ataques de pánico con más gravedad que la que tenían los enfermos al iniciar el
tratamiento. Otro 35% sufrió, durante la fase de retirada, síntomas floridos
que incluían confusión, alteraciones sensitivas, depresión, dolores musculares,
visión borrosa, diarrea, disminución del apetito y pérdida de peso.
Al
final de las seis semanas de seguimiento (las 4 de reducción y 2 más de control
sin tratamiento) los pacientes que habían sido tratados con alprazolam sufrían
una media de 6,8 ataques de pánico cada semana mientras que los del grupo
tratado con placebo, que habían seguido mejorando, de 1,8 ataques semanales.
Los
resultados del estudio eran evidentes: el alprazolan era un medicamento
peligroso e inútil.
Había
que aderezar este varapalo. Pero, que no cunda el pánico, para eso tenemos a
los de la APA, a los amigos editores y a los académicos que firmarán los
artículos.
Antes
de la publicación de los resultados del estudio, Klerman ya acudió a varios
congresos científicos para contar los resultados preliminares que “demostraban la eficacia del alprazolan en el trastorno de pánico”.
Leer más y Fuente: http://www.nogracias.eu/2015/08/27/como-vender-medicamentos-peligrosos-el-caso-del-trankimazin/#sthash.hS8IhNps.dpuf
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