El azúcar es, como quien dice, un recién llegado a la
alimentación del ser humano. Antes del desarrollo de la agricultura, en torno a
10.000 años atrás, nuestros antepasados comían plantas, raíces, nueces, frutos,
algunos huevos, pescado, crustáceos y animales de los que aprovechaban las
entrañas, ricas en grasas.

La verdadera “fiebre” del azúcar dio comienzo en el
siglo XVI, cuando los portugueses plantaron las primeras cañas de azúcar en
Brasil. Este cultivo resultó tan fructífero que rápidamente se extendió hacia
el Caribe, motivando el tráfico masivo de esclavos. Sólo el cultivo del tabaco
llegaría a rivalizar con él. La revolución de la remolacha azucarera En el
siglo XIX los avances industriales permitieron obtener cristales de azúcar de
la remolacha azucarera, y eso en Europa supuso una explosión de la producción,
que se multiplicó por mil. (1) El azúcar lo invadió todo: la bollería, la
panadería, los refrescos, las bebidas calientes, las salsas y por supuesto la
confitería. Los caramelos se convirtieron en el símbolo de la infancia feliz, el
disfrute y la fiesta (los Reyes Magos traen caramelos, las piñatas de los
cumpleaños están llenas de ellos…). De producto de lujo el azúcar pasó a ser un
producto banal, completamente integrado en nuestros hábitos, y más aún a medida
que el organismo fue demandando cada vez más y más glucosa en diferentes
momentos del día. Sin un aporte constante a través de terrones de azúcar en el
café, bombones, chicles, caramelos o snacks de cualquier tipo, parece que nos
falta algo. Los españoles consumimos de media 94 g de azúcar cada día, casi el
doble de los 50 g diarios que la Organización Mundial de la Salud (OMS) fija
como límite para la población adulta y cuatro veces más que la cantidad ideal,
según esta misma organización (lo cual serían 25 g al día, el 5% de nuestra
ingesta calórica total).
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