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jueves, 27 de agosto de 2015

CÓMO VENDER MEDICAMENTOS PELIGROSOS: EL CASO DEL TRANKIMAZIN

La narración de Cosgrove y Whitaker (“Psychiatry Under the Influence: Institutional Corruption, Social Injury, and Prescriptions for Reforms”) de cómo la corrupción institucional de la psiquiatría ha dañado a los pacientes y a la profesión, es especialmente brillante cuando describen la colaboración necesaria de investigadores, editores y líderes profesionales en la promoción de los nuevos medicamentos psicoactivos. Una combinación fantástica de lectura crítica, estudio sociológico y periodismo de investigación

Seguimos con el Juicio a la psiquiatría

La sociedad en su conjunto espera de los profesionales e investigadores que diseñen ensayos clínicos informativos; los desarrollen de manera cabal; comuniquen sus resultados de forma veraz en las revistas científicas y trasmitan equilibradamente a la sociedad el papel que un nuevo fármaco puede tener para tratar los síntomas psicológicos.
Sin embargo, Cosgrove y Whitaker ponen en evidencia unos mecanismos corporativos de funcionamiento y unas actuaciones individuales que causan vergüenza y son un insulto para todos los buenos profesionales sanitarios que trabajan con los enfermos mentales.
Los autores comienzan analizando el caso del alprazolam, Trankimazin en España (Xanax en EE.UU), un ansiolítico “me too” introducido en 1981 por Upjohn, en un mercado, el de las benzodiacepinas, en franco retroceso debido a la sensibilización social con los efectos secundarios y la capacidad adictiva de los fármacos precedentes, como el Valium.
Para la empresa, el nuevo diagnóstico de trastorno de pánico que aparecía en el recientemente publicado DSM-III, constituía una oportunidad para expandir el mercado potencial del nuevo medicamento.
La estrategia era clara: (1) demostrar la utilidad específica del fármaco para los pacientes diagnosticados de trastorno de pánico, (2) su mayor eficacia y seguridad para tratar los síntomas de ansiedad y (3) contar con la APA para realizar campañas de información que alertaran de la elevada prevalencia de la enfermedad y la necesidad de diagnosticarla y tratarla cuanto antes (un esquema que se repetirá con frecuencia).

Para la APA este interés de Upjohn también podía resultar muy beneficioso ya que unos datos positivos demostrarían que el nuevo diagnóstico descrito en el DSM-III era una entidad real.
Para la primera parte de la estrategia Upjohn fichó a Gerald Klerman, un antiguo director del prestigioso National Institute of Mental Health, como coordinador de los ensayos clínicos que se iban a desarrollar para demostrar la utilidad del alprazolan en el trastorno de pánico.
Tras el diseño de los ensayos clínicos por parte de Klerman y un grupo de prestigiosos académicos, se puso en marcha el estudio multicéntrico “Cross-National Collaborative Panic Study” que comparaba alprazolam con placebo y que constaba de dos partes.
En la primera se evaluaba la eficacia del medicamento a las 8 semanas de tratamiento. En la segunda, se estudiaba la retirada del fármaco, tras una reducción paulatina de la dosis en 4 semanas y un seguimiento posterior de 2 semanas más sin tratamiento.
Naturalmente los investigadores esperaban que el alprazolan fuera mejor que el placebo tras las primeras 8 semanas y que los pacientes siguieran estando mejor que el grupo placebo tras la retirada del fármaco.
Efectivamente el alprazolam mostró una rápida reducción de los síntomas en la primera semana y, al final de las 4 semanas mostraba una significativa mayor eficacia que el placebo para reducir el número de ataques de pánico. Sin embargo, y esto fue sorprendente, al final de las 8 semanas de tratamiento no existían diferencias significativas entre los dos grupos.
Esta falta de eficacia clínica al finalizar el tratamiento de 8 semanas se acompañaba de los previsibles efectos secundarios de un medicamento psicoactivo: sedación (en más del 50% de los pacientes), fatiga, dificultad para hablar, amnesia y dificultades para la coordinación motora.
Pero esto no era lo peor. Durante la fase de retirada del medicamento, los pacientes tratados con alprazolan empeoraron de manera dramática mientras que los pacientes del grupo placebo seguían mejorando. El 39% de los pacientes no toleraron la retirada, por desarrollar síntomas de abstinencia y hubo que reiniciar la medicación. En el 35% de los pacientes hubo un rebrote de los ataques de pánico con más gravedad que la que tenían los enfermos al iniciar el tratamiento. Otro 35% sufrió, durante la fase de retirada, síntomas floridos que incluían confusión, alteraciones sensitivas, depresión, dolores musculares, visión borrosa, diarrea, disminución del apetito y pérdida de peso.

Al final de las seis semanas de seguimiento (las 4 de reducción y 2 más de control sin tratamiento) los pacientes que habían sido tratados con alprazolam sufrían una media de 6,8 ataques de pánico cada semana mientras que los del grupo tratado con placebo, que habían seguido mejorando, de 1,8 ataques semanales.
Los resultados del estudio eran evidentes: el alprazolan era un medicamento peligroso e inútil.
Había que aderezar este varapalo. Pero, que no cunda el pánico, para eso tenemos a los de la APA, a los amigos editores y a los académicos que firmarán los artículos.
Antes de la publicación de los resultados del estudio, Klerman ya acudió a varios congresos científicos para contar los resultados preliminares que “demostraban la eficacia del alprazolan en el trastorno de pánico”.

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